En las últimas semanas, a raíz de los juicios por los homicidios de Fernando Báez Sosa y del niño Lucio Dupuy, proliferaron en las redes sociales y en el tratamiento mediático de los casos fuertes y violentas expresiones en torno a la condena a los responsables que requieren algunas reflexiones.
Nuestro país ha sido un ejemplo en materia de derechos humanos, porque pudo encontrar un camino para el tratamiento de los crímenes atroces perpetrados por el estado durante la última dictadura militar que respetara de manera inquebrantable el estado de derecho. Los genocidas han sido juzgados, y lo siguen siendo, bajo las estrictas normas que garantizan procesos justos, y del mismo modo cumplen sus condenas.
Aun no habiendo ningún indicio ni conducta que dé cuenta de su arrepentimiento y revisión de lo actuado, la ejecución de su pena sigue los lineamientos de la constitución nacional: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Pese a sus conductas atroces y su falta de remordimiento, nunca se buscó revancha ni venganza, nunca el “ojo por ojo, diente por diente”.
Sin embargo, el legado de este largo camino transitado, que es ejemplo en el mundo entero, es puesto en duda en momentos como éste, cuando el sentido común frente a hechos aberrantes como el asesinato de un joven o un niño se instala en la reiteración de la violencia como modo de “hacer justicia”. Se reclama justicia, pero también violencia y muerte contra los autores de estos hechos.
La apelación incesante en redes sociales y medios de comunicación a que los responsables sufran represalias por parte de otras personas privadas de su libertad con quienes compartirían su reclusión, o la exigencia de condiciones extremadamente duras para purgar su condena, nos remite a formas de castigo pre modernas y a periodos históricos en los que fueron suspendidas las garantías constitucionales y el propio estado se transformó en instrumento del crimen.
Como contracara, estos discursos estigmatizan y deshumanizan a las personas detenidas, a quienes se asigna la predisposición innata o adquirida a la violencia y la comisión de las conductas más atroces. La realidad es que los hechos violentos entre personas detenidas han disminuido en el último tiempo. En cuanto a la cantidad de homicidios ocurridos en las cárceles bonaerenses, mientras que en el año 2015 murieron asesinadas 31 personas (una tasa de 9,6 cada 10.000) esto bajó a 6 personas (una tasa de 1,9 cada 10.000) en el año 2021. Esto fue así, en parte, por la aprobación del uso de telefonía celular que no solo garantizó derechos, sino que también disminuyó la cantidad de conflictos interpersonales intramuros, sin que crecieran exponencialmente los delitos cometidos hacia afuera, como también se afirma sin datos confiables. No obstante se mantiene la tasa general de muertes en cárceles, que fue de 4,5 cada 10.000 en 2015 y de 4,4 cada 10.000 en 2021. Pero la gran mayoría muere por falta de atención de la salud, es decir, la mayoría de las muertes las provoca el estado. En la cárcel las personas mueren de tuberculosis, neumonías, VIH, de enfermedades que estando afuera serían curables o alargarían su sobrevida.
Es decir, en el clamor por justicia ante hechos atroces se pide a ciertos sectores sociales, que se desprecian y expulsan de la condición humana, que sean el brazo ejecutor del odio y la sed de venganza, que solo conducirá a profundizar lo que se rechaza y generar nuevos hechos como los que se condenan. Alimentar la violencia y el odio afecta a toda la sociedad y toda la sociedad termina siendo su víctima.
Los análisis, en general, no complejizan un tema que está directamente relacionado con la propia violencia generada por un sistema desigual y violento, donde los discursos de odio se profundizan a diario y la intolerancia se instala alimentando el camino del autoritarismo y la falta de diálogo.
A 40 años del regreso de la vida democrática, su consolidación no solo se advierte en la continuidad de la forma de elección de los gobernantes, sino en las formas de convivencia, la capacidad de dirimir las conflictividades emergentes sin violencia, la posibilidad de que todes tengamos las mismas oportunidades y la plena vigencia de los derechos humanos.
Es por ello que llamamos a la reflexión a la sociedad toda, y en particular a aquellos que tienen responsabilidades públicas, como son los medios de comunicación y todos los que acceden a ellos, para que la producción de sentidos y mensajes al conjunto social dé cuenta y refleje la extensa trayectoria que hemos recorrido como sociedad en materia de derechos humanos.