Por Guido Fernández Parmo
Periodista. Filósofo. Secretario de Cultura y Deporte de la UTPBA.
Un nuevo crimen racial, una nueva muerte, un nuevo asesinato. ¿Nuevo? Otra vez un policía blanco asesinando a un negro, otra vez un blanco que decide sobre la vida de un negro. A menos de un mes de la muerte de George Floyd, la policía de Atlanta ha asesinado a otro negro, Rayshard Brooks, mientras le realizaban un test de alcoholemia.
Las manifestaciones por el crimen de Georges Floyd se extienden ahora por Europa como una segunda pandemia, no es casualidad que la ira se haya desatado en el viejo continente, el racismo norteamericano encuentra allí su nacimiento. En las últimas semanas, hemos visto a furiosos manifestantes removiendo o vandalizando estatuas vinculadas con la esclavitud: primero fue la del esclavista Edward Colston, luego vinieron la del belga Leopoldo II y la de Cecil Rhodes. Churchill, prócer y racista inglés, ha quedado encajonado para su protección. Celebramos estos actos, pero es preciso preguntarnos: ¿hasta dónde debería llegar esta tendencia a remover todas las cosas manchadas con la sangre de la esclavitud?
La expansión transatlántica de las luchas anti-raciales reproduce, sin saberlo, el movimiento histórico que dio origen al desprecio de la vida de los negros de todo el mundo: el comercio triangular de la esclavitud. A partir del siglo XVII, se estima que 12 millones de personas fueron desplazadas a América, desde la costa de África Oriental, para poner en funcionamiento las plantaciones de azúcar y de algodón que permitieron el desarrollo del capitalismo europeo. Este comercio triangular dio origen al desprecio de la vida de los negros y al mismo tiempo al capitalismo, como dos caras de la misma moneda.
El pensador peruano Aníbal Quijano afirmaba que nuestro mundo moderno se define por la combinación de la raza y la clase, de tal manera que el tipo de trabajo y vida que disfrutamos o padecemos depende de la raza a la que pertenezcamos. En la época de la colonia era: negros-esclavos, indios-mitayos, blancos-asalariados; en la nuestra: senegalés vendedor de carteras en las calles de Buenos Aires, mexicana que limpia los baños de un restaurante en Nueva York, indio que vive de la ayuda estatal, blanca que atiende en el mostrador de un hotel en París. La alianza raza-trabajo sigue siendo lo que organiza la vida de hombres y mujeres en el mundo, distribuyendo privilegios y derechos que ningún Estado capitalista se ha animado a desarmar. Una consecuencia final de la alianza raza-clase es que hay vidas aseguradas y vidas vulnerables, vidas garantizadas y vidas que penden como de un hilo, vidas que importan y vidas que se pierden con la facilidad de la indiferencia. Y entonces, es el turno de Brooks.
La esclavitud, la tortura, la violación y el secuestro son las bases de nuestra sociedad capitalista, el suelo impensado y reprimido en el fondo culposo del inconsciente colonialista. Y la historia, como todo lo reprimido, se repite, una y otra vez, al igual que los crímenes raciales en EEUU. Deberíamos preguntarnos, entonces, hasta dónde llegarán las denuncias, las cosas manchadas con sangre por la civilización Occidental. Las estatuas fueron primero, pero también están los grandes museos, el British Museum, el Louvre y el Metropolitan de Nueva York, en los que se exhiben templos enteros de civilizaciones griegas o egipcias. Allí también hay sangre, ¿se atreverán a devolver su atractivo cultural? Podríamos recordarles a esos manifestantes, que la ropa que visten también está manchada con sangre por la esclavitud moderna, y así también la limpieza de sus calles, sus placeres ilícitos, sus consumos progresistas, sus salarios en blanco. En Inglaterra, por ejemplo, en el año 2017 se denunciaron 5.000 casos de esclavitud moderna, en el mundo, por otro lado, ascienden a la vergonzosa cifra de 40 millones. ¿Quiénes son esos esclavos? Trabajadores y trabajadoras que aportan su trabajo a una valorización que sigue convergiendo en el Primer Mundo.
Nuevamente, ¿hasta dónde llega el crimen de la esclavitud? El bienestar del primer mundo está manchado con sangre y, siguiendo con la misma lógica, también habría que vandalizarlo, arrojando a los ríos de Europa los servicios sociales, los seguros de desempleo, los empleos en blanco, las cuentas bancarias, los abarrotados centros comerciales, el bello arte y el entretenimiento, las humanitarias ONGs y el estándar de vida. Pero eso es otro cantar.
El crimen racial llega hasta el capitalismo y sus clases sociales, y por eso, si queremos eliminar el racismo, es preciso eliminar la organización clasista del trabajo, acabar con estatuas y con aquello que organiza nuestras vidas desde 1492: el capitalismo.
Cualquier otra cosa es una distracción que dejará intacto el fundamento mismo de nuestra sociedad y nos obligará a repetir el crimen racial una vez más.