En el marco del mes del Día Mundial de las Enfermedades Poco Frecuentes, la mamá de Agustina cuenta cómo su hija aprendió a caminar y respirar nuevamente luego de un largo camino de tratamientos que incluyó un trasplante de hígado. El mes pasado su familia colocó un pasacalles en la puerta del Garrahan como señal de agradecimiento.
Hay un camino común que atraviesan las y los pacientes con muchas enfermedades y patologías que, debido a su incidencia, son diagnosticadas y tratadas de manera frecuente. Pero hay algunas enfermedades que entran en un grupo aún más preciso y difícil de diagnosticar, que requiere tecnologías y conocimientos específicos, muchas veces, en constante transformación.
El Hospital Garrahan es un centro de salud pediátrico federal de tercer nivel que atiende casos de alta complejidad provenientes de todo el país. Muchas veces en el hospital, lo poco frecuente se vuelve algo frecuente, empujando a que las y los profesionales que se desempeñan sean de vanguardia para poder dar una respuesta asistencial a estos casos.
Uno de esos casos es el de Agustina, una joven de 19 años que a los diez fue diagnosticada con trastorno del ciclo de la urea, una enfermedad considerada poco frecuente por su baja prevalencia. La misma implica la incapacidad del cuerpo para desprenderse del amonio, una sustancia neurotóxica que todas las personas producimos cuando incorporamos proteínas y que luego eliminamos.
Hernán Eiroa, jefe de servicio de Errores Congénitos del Metabolismo del Hospital Garrahan, explica: “Tenía un bloqueo a nivel metabólico. Acumulaba amonio, se sentía mal y no podía pensar ni hablar. Si seguía así tendría un pronóstico muy desalentador”.
Agustina tenía cinco años cuando comenzó con vómitos y, a pesar de recorrer distintos centros médicos en Jujuy, no se pudo detectar cuál era el motivo. Luego de varias internaciones, a los diez años, le hicieron un estudio genético en Buenos Aires y, una vez que vieron el resultado, la derivaron de urgencia al Garrahan.
En el momento en que tuvo que abandonar San Salvador de Jujuy, Agustina cursaba cuarto grado y era abanderada en la escuela. Era una niña como cualquiera. Viajó en compañía de su madre Graciela.
Eiroa cuenta que es muy importante sospechar la enfermedad tempranamente a partir de la clínica para solicitar estudios complementarios específicos: “El Hospital Garrahan, a partir de estudios bioquímicos de alta complejidad, –que se realizan a través de espectrometría de masa en tándem, autoanalizador de aminoácidos y cromatógrafo gaseoso–, cuenta con la tecnología necesaria para llegar a este tipo de diagnósticos luego de una sospecha clínica”, explica.
La situación de Agustina era delicada. El médico sostiene que cualquier infección la podía descompensar. Y agrega: “La hiperamonemia dejó una secuela neurológica gravísima. Se tuvo que traqueotomizar porque no podía respirar por sus propios medios y hasta dejó de caminar”.
“Esta enfermedad en la adolescencia tiene el problema de que suele empeorar, porque es un período donde los cambios hormonales generan más recambio de amonio y requiere internación más seguido. En el período de un año se había internado diez de los doce meses durante un promedio de cinco o seis días. Eso no es calidad de vida para la paciente y significa un problema para cualquier hospital. Además, estando internada, corría riesgo de contraer infecciones intrahospitalarias que empeoran la situación. Hubo que pensar otra cosa”, recuerda Eiroa.
Entonces surgió la posibilidad de hacer un trasplante hepático. El proceso de transformar el amonio en otra sustancia se da principalmente en el hígado, por eso, tras varias reuniones con diferentes especialistas, se definió que eso sería lo mejor para el futuro de Agustina. “Finalmente, más allá de las secuelas neurológicas, el trasplante hizo que recupere autonomía y mejore notablemente”, reconoce Eiroa.
Agustina no era una paciente fácil. Más allá de la complejidad de su enfermedad, su mamá cuenta que se ponía nerviosa. Cuando fue el turno del trasplante, no era posible que entienda con claridad qué le iban a hacer. Por eso, su madre optó por sentarla y prometerle que era la última vez que iba a pasar por una situación así. Y, más allá de un drenaje posterior al trasplante, se alejó de las internaciones y los quirófanos.
Graciela sabe que el trasplante, que se hizo en julio de 2020, fue un punto de inflexión en la vida de su hija: “Hoy tiene 19 años y desde ese momento está excelente. Aprendió a vivir nuevamente hace dos años. Y ambas sabemos ahora lo que es dormir o descansar un poco más. El día que comió pollo por primera vez casi se come los huesos de la emoción que tenía”. Y agrega: “El año pasado retomó la escuela, está alegre. Esto era impensado cuando en Jujuy creían que Agustina no tenía posibilidades”.
Siente, como madre, que no le alcanzan las palabras para agradecer a Errores Congénitos, Nutrición y el resto de los servicios que cuidaron a su hija. A su vez, reconoce que el trabajo de todo el personal del Garrahan fue fundamental en todos estos años. Por tal motivo, optó por colocar un pasacalles con palabras de agradecimiento frente a la entrada de Combate de los Pozos. “En el cartel entran pocas palabras y yo tengo mucho que decirles”, cierra.
Las dificultades de las enfermedades poco frecuentes
Hernán Eiroa sostiene que no hay una especialidad médica que trate estas patologías ni muchos expertos en el tema. De hecho, asegura que son pocos los médicos y médicas que las trabajan y que no hay centros ni elementos para diagnóstico y tratamiento.
“El caso de Agustina, en el que se decidió un tratamiento poco frecuente para esta enfermedad como lo es el trasplante hepático, dejó a los médicos de las distintas especialidades fascinados con la evolución que tuvo. Muchos dicen, inclusive, que les abrió la cabeza. Fue un caso paradigmático”, reconoce Eiroa.
El médico explica que la situación de esta paciente atravesó la mayoría de las problemáticas que suelen tener las enfermedades poco frecuentes: falta de conocimiento en el ámbito médico, dificultad para llegar al diagnóstico, baja accesibilidad a los estudios, poco asesoramiento genético, complicaciones para el tratamiento –los pocos medicamentos que hay, al no comercializarse tanto, son muy caros– y, por último, el desafío de transferir al paciente pediátrico hacia un centro de adultos.