Los dictadores acuñaron frases ya incorporadas al diccionario del genocidio. Pocas como ésta tan reveladoras en su brevedad: “Esto no tiene límites”. Breve y entrañable texto de Graciela Daleo, militante, coordinadora de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la UBA y ex detenida-desaparecida en la ESMA.
El secretario del tribunal lee con voz pareja la “descripción de los casos”. Los “casos” son hombres, mujeres, criaturas recién nacidas: parte del universo de victimizados por la dictadura en el campo de concentración y exterminio que fue la ESMA. Líneas mínimas sobre el secuestro, las torturas, condiciones de cautiverio; tal vez un rasgo: edad, parentesco, identidad política. El nombre de algún acusado. Hay reos que dormitan, otros anotan. De a ratos ellos y sus parientes murmuran. También se ríen. Al oír cómo exhibieron y atormentaron a Mario Galli ante varias promociones de oficiales navales rieron. Se rieron.
La densidad de las horas la establece ese nombrar uno a uno. Ese nombrar conmociona, revela, aparece, hace evidente. ¿Qué?
¿Qué escucho tras cada punto y aparte, cada nombre? La sentencia proferida con placer e insistencia por Jorge Eduardo Acosta, el jefe de Inteligencia del GT hasta 1979: “Esto no tiene límites”.
Los dictadores acuñaron frases ya incorporadas al diccionario del genocidio. Pocas como ésta tan reveladoras en su brevedad: “Esto no tiene límites”.
La magnitud de esta sentencia: sin límites para dominar, desaparecer, desintegrar.
“Esto no tiene límites”. Se sobreimprime sobre lo que el secretario del tribunal va enunciando. Es la médula. Lo que vertebra el “Proceso de reorganización nacional”. Ilimitado ejercicio de poder consciente, planificado, organizado, decidido, para exterminar, desaparecer cuerpos, ideas, proyectos, subjetividades, organización de la política, la economía, la cultura. La vida. Lo ilimitado de la impunidad con que lo fueron haciendo.
Algo más se sobreimprime. Porque aún ilimitado, tuvo/tiene su límite.
Juzgarlos hoy es precisamente ponerle un tope a la omnipotencia del poder genocida.
Y un límite más antiguo. El que empezó a tejerse en plazas, esquinas, templos; en antesalas dolorosas, allí donde madres y padres, parejas, hermanos, hijos, golpearon puertas y anudaron reclamos.
Y otro límite, más antiguo aún. El que nosotros empezamos a tejer desde cuchas, sótanos y celdas… Urdido con la fibra que nos hizo militantes, con solidaridad y amoroso compromiso con/por los compañeros. El que tejió/teje la memoria. La colectiva; la de cada uno. Como la voluntad de justicia, no tiene límites. A ellas, pese a todo, los dictadores y sus socios –los de entonces, los actuales– no pudieron ponerles límites.