A comienzos de los años 70 el realizador alemán Werner Herzog llegó a Iquitos para filmar Aguirre, la ira de Dios. En 1979 reincidió con Fitzcarraldo y el propio director plasmó su increíble proceso de rodaje en el diario Conquista de lo inútil, que dio a conocer recién en 2004.
Por Gonzalo Beladrich
Enclavada en medio de la amazonia peruana, la ciudad de Iquitos guarece medio millón de personas. Además de la vía áerea, sólo se arriba surcando ríos durante días, por lo que se considera la ciudad sin conexión por vía terrestre más poblada del mundo. A comienzos de la década del 70 el realizador alemán Werner Herzog llegó para filmar Aguirre, la ira de Dios. A finales de esa misma década reincidió con Fitzcarraldo, tan conocida por su resultado como por su increíble proceso de rodaje, que el propio Herzog plasmó en un diario titulado Conquista de lo inútil y dio a conocer recién en 2004. Un recorrido actual por la ciudad y los alrededores de Iquitos permite reconstruir los antecedentes de los dos momentos de esplendor de la región: el furor por el caucho, y sus minutos de fama gracias a la pantalla grande.
Cuenta la historia oficial que en 1891 un cauchero peruano de nombre Carlos Fermín Fitzcarrald López, hijo de un marino estadounidense, se lanzó a las aguas buscando una vía de navegación que conectara las regiones de Loreto y Madre de Dios. Su objetivo principal era unir el corazón de la amazonia peruana ─prácticamente intransitable─ con las rutas del norte ya establecidas para el comercio de materias primas con Europa. Fitzcarrald fue uno de los tantos que aprovechó la fiebre del caucho natural, cuya extracción y comercialización resultó una actividad muy lucrativa entre 1879 y 1914. Sin embargo, una audacia desmesurada lo destacaba fácilmente sobre el resto de los suyos: quería construir un varadero a fin de unir dos ríos que no estaban conectados, el Ucayali y el Purús, buscando reducir los tiempos y costos de navegación entre los puertos. En 1893 descubrió un istmo fluvial y comenzó a planificar una vía férrea que conectara ambos ríos.
Dejó personal a cargo de la tarea y fue a comunicar su descubrimiento buscando financiación, sin mayor suerte. Al año siguiente partió en una expedición que después de varios días llegó al varadero. Allí la embarcación en que viajaba fue desmantelada y se llevaron adelante los preparativos para una insólita tarea: transportar su casco a través de once kilómetros de selva. Esta labor ocupó a más de un millar de personas, costó dos meses de trabajos intensos, y debió superar una cresta de quinientos metros de altura. Tres meses después de la partida, la rearmada embarcación logró llegar al puerto de un cauchero boliviano, estableciendo así una nueva ruta que permitía disminuir los costos a menos de la mitad. Como premio a su osadía y a su particular defensa de los intereses económicos del Perú, en 1896 obtuvo la exclusividad para navegar por los grandes ríos de la región, privilegio que pudo disfrutar unos pocos meses: en mayo de 1897, navegando los rápidos del Alto Urubamba, se rompió la cadena del timón y su barco Adolfito, especialmente construido en Liverpool, se estrelló contra las rocas. Al ver que su socio boliviano se estaba ahogando intentó auxiliarlo, pero fue engullido por las aguas. Carlos Fermín Fitzcarrald López murió a los 35 años. El istmo que descubrió lleva su nombre, al igual que una de las provincias del departamento peruano de Ancash.
La ciudad de Iquitos es la capital de la amazonia peruana. A pesar de que no existen rutas que la conecten con el resto de las ciudades del país, vive allí más de medio millón de personas, por lo que algunos le otorgan el curioso record de ser la ciudad sin acceso terrestre más poblada del planeta. Para llegar existen diferentes alternativas fluviales, además de la vía aérea. En mis vacaciones de verano me encontraba recorriendo la costa norte del Perú cuando decidí partir al corazón de la selva, última escala de mi viaje. Para eso fue necesario un colectivo que en veinte horas unió los pueblos de Piura con Tarapoto, y de allí un trayecto de otras dos horas para llegar al puerto de Yurimaguas, desde donde salen las embarcaciones que van hacia Iquitos. La travesía dura dos días y dos noches. Los barcos son viejos pero estables. Cada quien ocupa su lugar y sobrevive atando una hamaca que hará las veces de cama para las noches a bordo. Con puntualidad estricta se anuncian las tres comidas del día a través de una chicharra; munido de un tupper cada pasajero hace fila para recibir su ración. A pesar de ser cientos, reina la tranquilidad. El río Marañón ofrece atardeceres inolvidables; el Gilmer IV avanza hacia el río Amazonas sin mayores tribulaciones.
En 1979, el realizador alemán Werner Herzog llegó a la amazonia peruana por segunda vez. Casi una década atrás había filmado Aguirre, la ira de Dios (1972). Ahora iba a intentar filmar la historia de Fitzcarrald. Se sintió capturado por la proeza. Lo deslumbraba la historia de un comerciante que en su afán por volver redituable su negocio decidía pasar un barco de casi quinientas toneladas por arriba de una montaña. Así lo explicita en el prólogo de ese delirio febril que es Conquista de lo inútil (2004):
Con la descabellada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y sacude y tironea al venado caído de modo que el cazador abandona la tarea de calmarlo, se prendió en mí una visión, la imagen de un gran barco de vapor sobre una montaña: el barco bajo el vapor serpenteando hacia arriba por su propia fuerza una pendiente pronunciada en la jungla, y encima una naturaleza que aniquila por igual a los quejosos y a los fuertes, la voz de Caruso que hace enmudecer todo dolor y todo grito de los animales de la selva y que extingue el canto de los pájaros. Mejor: los gritos de los pájaros, porque en este paisaje, inacabado y abandonado por Dios en un rapto de ira, los pájaros no cantan; gritan de dolor (…)
En efecto, es improbable que a Carlos Fitzcarrald le gustara la ópera. No hay registros que den prueba de su afición a Caruso, ni vinculación alguna con la construcción del Teatro Amazonas de Manaos. Todo ello tomó forma en la imaginación de Herzog: Fitzcarraldo (1982) cuenta la historia de Brian Sweeney Fitzgerald, un irlandés apasionado por la ópera que quiere aprovechar el furor del caucho para construir un teatro en el corazón de la selva. Para ello deberá maximizar sus ganancias recurriendo a planes tan descabellados como, claro, transportar un enorme barco a través de una montaña.
La fiebre del caucho duró hasta 1914, cuando un biopirata inglés llamado Henry Wickham logró sacar de la Amazonia unas setenta mil semillas que hizo plantar en Malasia, todavía colonia británica, terminando rápidamente con el breve fulgor de la región. En las tres décadas de esplendor económico ─cimentadas sobre la explotación y el abuso de los nativos─ la ciudad se pobló densamente, consiguió servicios esenciales, y desarrolló la arquitectura que hoy reluce. Sobre el malecón pueden verse los frentes de las casas de los caucheros, que todavía exhiben azulejos traídos especialmente desde Portugal e Italia a comienzos del siglo pasado. Hoy el caucho cedió su lugar a la actividad petrolera ─junto con el turismo, los motores de la economía amazónica. Actualmente, Iquitos es la ciudad más importante de la zona, y a pesar de sufrir las inclemencias de las crecidas de los ríos, se presenta como una metrópolis pujante que cuenta con altos niveles de empleo, universidades, varios puertos fluviales y un aeropuerto internacional.
El rodaje de Fitzcarraldo es tan famoso como la propia película. Las dificultades de filmar en la selva, la inminencia de una nueva guerra entre Perú y Ecuador, dos accidentes aéreos, el incendio total del campamento que ocuparían más de mil hombres, la renuncia del actor protagónico en medio del rodaje… y fuera de todo cuestionamiento, la convicción de Herzog de usar un barco real para la ascensión, en medio de un clima de filmación catastrófico. En ese contexto, en el primer día de 1981, la selva recibió a un visitante atípico. De smoking y zapatillas, tanteando a oscuras el terreno porque un taxista se negó a llevarlo los últimos cien metros entre pozos de barro, y sacudiéndose de la risa llegó nada menos que Mick Jagger. Aunque se trataba de la personalidad más rutilante del reparto, no sería el único famoso en el set: Jason Robards (dos veces ganador del Oscar, y el primero en huir de la selva) y Claudia Cardinale estaban en los roles protagónicos. El líder de los Rolling Stones interpretaría al cocinero del barco.
En el centro la ciudad, a una cuadra de la Plaza de Armas, hay un cine. Me resulta especialmente placentera la experiencia de ver películas en otros países. La oferta es limitada: el Cine Star Iquitos cuenta con cuatro salas en las que se proyectan cinco películas, todas estadounidenses. Por descarte, siguiendo las coordenadas del estado de ánimo, elijo la única que no es de terror ni de animación. Entro a la sala, que es más grande y más vieja de lo que suponía; me recuerda a alguna de la Cinemateca de Montevideo. Una hilera de tres parlantes en cada una de las paredes laterales, y uno más grande sobre un banco de madera, debajo de la pantalla, conforman parte del sonido. El resto lo aporta el proyector que suena como el motor de una antigua heladera, y ofrece una imagen más oscura que la original. El aire acondicionado, por contraste, me da un parámetro del calor de la selva en enero. Valga la coincidencia, nada casual, la película tiene a un barco como centro del relato: estoy siguiendo la historia de unos piratas que toman un carguero en la zona del cuerno de África, y a su capitán como rehén. La tensión es total. En la sala, casi vacía, nadie habla ni juguetea con su celular. El abrupto final nos hace salir en silencio, solemnes. Lo interpreto como un velado gesto de aprobación.
Herzog no abandonó el rodaje de Fitzcarraldo ni siquiera cuando nació su hija. Las penurias económicas, las enormes dificultades de producción, la campaña de difamación que estaba sufriendo en Lima y en Berlín, no hicieron que dejara sus convicciones en la puerta de entrada de la selva. Lamentablemente para él, no contó con esa audacia en todos los que lo rodeaban. Robards comenzó con exigencias desmesuradas propias de gran estrella, y apenas tuvo la oportunidad se alejó del rodaje aduciendo cuestiones médicas. Con buena parte del material ya filmado, la película se quedaba sin su actor protagónico. Herzog pensó en hacer él mismo de Fitzcarraldo; no sería la primera ni la última vez que actuara. También pensó en ofrecerle el papel a Jagger, aunque sabía que habría que reescribir todo el guión y los tiempos jugarían en contra por una inminente gira de los Stones. En un rapto de sinceridad consigo mismo, Werner Herzog tomó una de las decisiones más acertadas de su vida profesional.
Tengo treinta y ocho años, ya pasé por todas. El trabajo me dio todo y me sacó todo. No me dejo confundir, ¿por quién?, ¿con qué? El único que también podría ser Fitzcarraldo es Klaus Kinski: seguro que él sería mejor que yo.
Apenas unos días después debió reunirse en Nueva York y en Munich con los inversionistas, a quienes les dejó en claro su posición.
(…) la pregunta que todos querían ver contestada era: ¿tendría yo el temple y la fuerza como para empezar todo de nuevo desde el principio? Yo dije que sí, de lo contrario sería alguien que ya no tiene sueños, y sin ellos no querría vivir.
Con Kinski en el papel protagónico y ya sin Mick Jagger en el reparto, el rodaje continuó. Todos siguieron el sueño de Herzog como quien sigue las indicaciones de una brújula en un camino sin huellas.
La gran mayoría de mis paseos turísticos están atravesados por el cine. Disfruto especialmente recorrer los lugares que sirvieron de locaciones para las películas de mi vida. Fitzcarraldo es una de ellas, y es, claro, la que signó mi viaje a Iquitos. Necesité sólo unas horas para obtener un dato crucial: en el puerto de Nanay, a quince minutos de mi hospedaje, vive Huerequeque, el protagonista peruano que ocupó el lugar de Mick Jagger. Pensé mil cosas: que ahí había un relato, un cortometraje, un largo documental, una entrevista, o simplemente un personaje colorido de la región que podía tener algunas anécdotas para contar. Como sea, suspendí cualquier oferta de internarme en la selva para ir al día siguiente a Nanay.
Bajo un clima caluroso y húmedo, caminando por una ancha avenida, esquivando mercados callejeros, peluquerías ambulantes y cientos de mototaxis, llegué al puerto. Pregunté a un baqueano que se mecía a la sombra de un árbol y me indicó la casa de Huerequeque. No estaba. Aproveché para tomar unas fotos ─a simple vista noté que era el único turista en el lugar─ y esperé en un bar desde el que podía ver su casa. Al cabo de un rato lo vi llegar. Crucé la calle y lo intercepté. Enrique Bohorquez Liguori, ese su nombre, caminaba sin prisa moviendo su pequeño cuerpo gastado por los callejones del Nanay. Me presenté, le dije que venía desde Argentina y que me gustaría conversar con él. Muy predispuesto y sin mucho para hacer, accedió a tomar unas cervezas.
Es mediodía y estamos en el Huerequeque Bar. Se lo ve mayor; igualmente es difícil acertar sus ochenta y cinco años. Si damos por cierto todo lo que cuenta, más difícil es explicar cómo sigue vivo. Nacido en Chiclayo, en la costa norte del Pacífico, vivió catorce años dentro de la selva, donde tuvo una ardua convivencia con los jíbaros, famosos por los rituales de reducción de cráneo; varias veces tuvo que recurrir a su locuacidad para resolver malentendidos que pusieron en riesgo su vida. De manera imprevista, a los cincuenta años llegó al cine. Conoció a Herzog en el mismo bar en el que estamos charlando ─donde también tomó unas cervezas con Mick Jagger─ y después de compartir un Chivas Regal, el papel que el líder de los Stones había dejado vacante era suyo. En Conquista de lo inútil, casi todas las referencias hacia Huerequeque lo pintan como el borracho que interpretó en la película. Él no lo desmiente; al contrario, las botellas de Cristal se acumulan sobre la mesa, mientras me pregunta con viva curiosidad sobre los vinos argentinos. Durante la conversación Huerequeque revela datos que me eran desconocidos. Cuenta que la campaña difamatoria contra Herzog que se montó durante el extenso rodaje estuvo armada; él fue testigo de las puestas en escena: nativos a los que se les desparramaba salsa de tomate en el cuerpo para que las fotos que se verían en Lima y en Alemania desataran el escándalo que casi termina con la carrera del realizador.
También revela que aunque Kinski verdaderamente “estaba un poco loco”, no era el monstruo que Herzog dice, ni puede dar fe de que efectivamente golpeara a las mujeres, algo narrado hasta por Nastassja, la hija de Kinski que lo padeció en carne propia. Recuerda que antes de rodar las escenas con él necesitaba un vaso de aguardiente para poder soltarse. El problema aparecía cuando la misma escena tenía que rodarse muchas veces, o cuando directamente llegaba al set borracho. Lo suyo no era la actuación, aunque es cierto que en su rol de cocinero del barco salió airoso. “Yo soy un espontáneo que cayó bien”, repetirá a lo largo de la charla. El cine no fue algo buscado ─me pregunto si acaso algo en su vida lo fue─ y las dos películas en las que participó (la otra es La felicidad comprada (Gekauftes Glück, 1989), una coproducción entre Alemania y Suiza en la que compartió el reparto con el propio Herzog) le permitieron recorrer lugares que sólo conocía por los atlas: Alemania, Francia, Italia, Suiza, el norte de África. Hoy vive en una casa muy sencilla con un cartel en el frente que indica que allí “se vende hielo”, recorre el puerto de Nanay como quien camina por el patio de su casa, y esporádicamente recibe visitantes que quieren conversar de la película con él.
Huerequeque revela los pormenores de la proeza en el rodaje de Fitzcarraldo. Él estuvo allí. Cuenta que habían traído ingenieros navales de Brasil, Alemania e Inglaterra para construir un sistema de poleas que permitiera el ascenso del barco por sobre la montaña. Los intentos fallaban una y otra vez, poniendo en riesgo las vidas de los integrantes equipo. En un momento a Herzog le propusieron trabajar con unos peruanos de la zona del Callao, a lo que dio el visto bueno. A los pocos días llegaron dos cholos. Herzog enloqueció, esperaba un equipo de trabajo con el porte de los ingenieros europeos. Para peor, la lectura de los recién llegados fue que estaba todo mal hecho: si querían que el barco subiera tenían que volver a empezar. Herzog les hizo caso después de algunas reticencias y la mediación del propio Huerequeque, y puso a todo su equipo a trabajar a las órdenes de los nuevos. En muy poco tiempo el trabajo estaba resuelto. Fue todo un éxito, y a los peruanos los trataron como auténticos héroes. Resultó que habían trabajado en el canal de Panamá y en otros puertos importantes donde tenían que sacar barcos del fondo del mar. Para ellos la labor no era ninguna proeza; subir un barco por encima de una loma les parecía algo muy lejano a una epopeya. Pasada la alegría por el objetivo cumplido, Herzog fue a donde estaban los ingenieros y les derrumbó las oficinas a patadas y a los gritos. “¡Les metió candela!”, recuerda Huerequeque entre carcajadas mientras terminamos otra cerveza.
Una de las tesis de Herzog es que el cine tiene una fuerza destructiva. Aniquila incluso a los más fuertes, “como Welles o Griffith”. Salvo excepciones, ningún cineasta de los buenos dura más de quince o veinte años. En más de un sentido él es una excepción. Por eso tiene la autoridad suficiente para postular que en el cine hay que dar señales de mucha prudencia. Parece un término difícil de asociar con alguien que, antes de la era de los drones, decidió filmar desde arriba la boca de un volcán en erupción, por citar sólo un caso. Sin embargo, Herzog está lejos de ser alguien que quiera morir. La clave del éxito de su extensa carrera radica en dos pilares: el cambio permanente en su filmografía, y las profusas actividades que realiza fuera del cine, como dirigir ópera, educar hijos, o viajar a pie, todas situaciones que lo tienen bien librado de esa pulsión de muerte. Quizás por estas razones, la hazaña de terminar el rodaje de Fitzcarraldo en las condiciones en que lo hizo, siguiendo su íntima convicción, no despertó la euforia que podríamos imaginar.
No hubo ningún dolor, ninguna alegría, ninguna excitación, ningún alivio, ninguna sensación de felicidad, ningún sonido y tampoco ningún respirar hondo. Sólo hubo la comprensión de una gran inutilidad.
Me despido de Huerequeque con un prolongado abrazo y dejo el puerto de Nanay. El avión que me transportará a Lima ya espera en el aeropuerto de Iquitos. La amazonia empieza a ser historia, y con ella mi excursión por el Perú. Siguiendo los pasos de Fitzcarraldo llegué a la desmesura de una geografía que se resiste a ser habitada por mi especie. A modo de cierre de esta crónica, hago propias las palabras de quien hizo que llegara al pulmón del continente siguiendo una huella, buscando dejar la propia.
Miré a mi alrededor, y en el mismo odio en ebullición se encontraba, furiosa y humeante, la selva, mientras que el río, con majestuosa indiferencia y sarcástico desdén, todo lo minimizaba: las fatigas de los hombres, la carga de los sueños y los suplicios del tiempo.