Por Juan Chaneton
Es, tal vez, un dolor como el de la tortura el que provoca el gesto que Bolsonaro exhibe en el momento en que una puñalada le atraviesa el hígado. Le duele al hombre, como duele la corriente eléctrica en la tortura, como le dolía a Dilma y él dijo que le hubiera encantado ser él quien torturara a Dilma, para agregar luego yo no le hice mal a nadie, lo dijo desde el hospital donde se repone del puntazo.
Sucede un poco como con Hitler en 1932. Nadie daba nada por este clown metido a fascista o por este fascista metido a payaso, no se sabe bien cómo es la cosa en este punto pero es el punto que menos interesa. Nadie daba nada hasta que ahora va “primero” en las encuestas, que así lo ha empezado a legitimar la cadena O Globo que es, esta cadena, una de las patas sobre las que reposa esa teratológica deformación del sistema institucional republicano pensado por Montesquieu en el siglo XVII y que ahora, en el XXI, da signos de fatiga.
Aquél, sin embargo, fundó el “reich” número tres y éste lo único que puede fundar es una logia de nostágicos de Antonio Das Mortes, ese que nos contó Glauber Rocha que mataba protoguerrilleros de Chico Mendes en los latifundios sesentistas.
No ha muerto el quídam, y cómo será de repugnante su ideario que hasta Fernando Henrique (aquel que nos enseñaba “marxismo” en los ’70) ha dicho que si su opción es Lula o Bolsonaro, él votaría a Lula.
Es que se trata de un apologista de la barbarie, de un propagandista de la tortura, de un frenético celebrador del odio y que ahora, cuando es acuchillado en un acto de campaña en el Estado de Minas Gerais, pone de manifiesto cuan profunda es la crisis de gobernabilidad en que se debate la burguesía brasileña: no tiene candidato, como sí lo tiene un pueblo afligido que se debate en la serialidad, y sólo le queda el maridaje contra natura entre el poder judicial y la cadena O Globo para orientar a la sociedad y al Brasil en función de sus intereses de clase.
En Brasil gobierna formalmente un truhán que acaba de manifestarse extrañado de que “en un Estado democrático” no exista la posibilidad de una “campaña tranquila”. Eso dijo el grandísimo tunante llamado Michel Temer cuya imagen recibiendo una coima puede verse en las redes con una evidencia que sólo se le escapó al “juez ” Sergio Moro, otro abigeo, pero del derecho. Con Lula no pueden competir porque les gana. Lo sacan de la cancha y le hacen subir la fiebre a una sociedad que ya venía enferma de violencia. Y luego se escandalizan de lo que ellos mismos provocan. No la tienen fácil estos muchachos de la oligarquía tradicional brasileña: o Lula o Bolsonaro, esa es su cruz.
Porque ayer el establishment tenía como candidata para derrotar al PT, a Marina Silva, que venía por derecha pero disfrazada de verde y apoyada por los de su religión: el colectivo político-confesional que desciende de los antiguos hugonotes. Hoy las cosas han cambiado un tanto, pero no mucho. Aquel Financial Times que en su sección Politics & Policy -en los meses previos a octubre de 2014- se congratulaba por la aparición de Silva, hoy está para cualquiera que venga en clave “pro business”, Bolsonaro incluido. Y lo que celebraba el FT era la superación, en aquel ya lejano año, de los “partidos convencionales”, como el PT de Lula y el PSDB (socialdemócrata) de Aécio Neves. Hay una diferencia, aquí, entre Fernando Henrique y el matutino londinense del que es devoto lector.
El caso es que el Partido de los Trabajadores respondió al atentado sin mencionar gallineros ni huevos, como hizo en su momento el fascista Bolsonaro con Lula, al que acusó de recoger lo que sembraba cuando el ex presidente fue atacado a tiros. Por el contrario, una moral social civilizada y una elemental ética individual imponen el repudio al acuchillamiento de un candidato en los términos en que lo hizo Gleisi Hoffmann, presidenta del PT. Ella dijo, de lo courrido en la ciudad de Juiz de Fora: “Acho lamentável. Não podemos incentivar o ódio. Quem fez isso não pode ficar impune. Isso não pode acontecer em um país democrático”.
Gleisi Hoffmann y el PT no son lo mismo que Jair Bolsonaro y su banda fascista. Sólo resta saber cuántos brasileños son iguales a este último; o cuántos van a empezar a parecérsele en los días que vienen. Los atentados suelen mejorar a sus víctimas, aunque la víctima de hoy sea una metáfora de los victimarios de ayer.
Por lo pronto, le ha venido bien, en términos políticos, el atentado. Pasó de incierto eco de resonancia infernal a rostro implantado en la primera plana de los medios de Brasil y del mundo. Ahora se sabe cómo luce el sombrío semblante de un fascista de ley como ese que, antes del atentado, sólo tintineaba como sonsonete lejano del terrorismo de Estado.
Un criminal en potencia en el país que se hizo célebre como inventor del pau de arara, como la Argentina lo fue de la picana eléctrica, es mejor tolerado por el general de ejército Augusto Heleno Ribeiro Pereira que el encarcelado ex presidente Lula. Este militar aseguró, hace poco, que las fuerzas armadas de Brasil seguramente no aceptarían ser comandadas por Lula en la eventualidad de un nuevo mandato de éste. De modo que Bolsonaro no está solo. Ribeiro es un nostálgico del golpe de 1964 -que instauró la versión brasileña del terrorismo de Estado- y es el mismo que, oportunamente, acusó al secretario de Estado de Obama, John Kerry, de izquierdista pues apoyaba en Haití la solución política que expresaba el ex presidente caribeño y sacerdote salesiano Jean Bertrand Aristide.
De fascistas como éstos hablamos cuando hablamos de Brasil. Pero el candidato a vice de Bolsonaro es otro militar fascista, Hamilton Mourao, lo cual, junto al protagonismo político del actual jefe del ejército, Eduardo Vilas Boas, da cuenta de que los bloques burgueses sudamericanos están mirando hacia sus reaseguros con tradición y genealogía en el caso de que la alianza mediático-judicial (lawfare) se muestre insuficiente para detener conductas populares masivas en dirección del “populismo”. Estos reaseguros consultan la reposición de las fuerzas militares en la gestión política del Estado, lo que antes se llamaba “golpe”, y que ahora revestirá otros y diferentes atavíos, pero, en todo caso, con un creciente protagonismo de las fuerzas militares.
Los militares, no obstante, no son un actor homogéneo desde el punto de vista ideológico. Y en Brasil supo existir una corriente nacionalista de apoyo al concepto de burguesía nacional con base en el conglomerado industrial de San Pablo. Esta dicotomía, al interior de las fuerzas armadas brasileñas, puede seguir existiendo, pero Estados Unidos ya ha tomado partido: el presal, la amazonía y un rol estelar en el derrocamiento de Maduro no son compatibles con un Brasil soberano.
Bolsonaro, impensadamente, ha cosechado lo mismo que sembró y quedará convaleciente por el lapso que debería insumir la campaña electoral. Esto, en principio, despeja el camino a las opciones de la derecha civilizada (Geraldo Alckmin, del PSDB; Marina Silva de la Red de Sustentabilidad REDE) que, no obstante, se neutralizan mutuamente y podrían bajar en las mediciones. Los otros candidatos son Ciro Gomes, centro izquierda (PDT), y no se sabe aún cuándo Lula consagrará, si es que lo hace, a Fernanado Haddad como su sustituto. Tan volátil como impreciso es hoy el panorama electoral brasileño para las compulsas del 7 de octubre y 28 del mismo mes (segunda vuelta).
Pero, más allá de lo electoral está lo político incandescente: el poder. Aun en la hipótesis de un “populismo” que eventualmente estuviera de regreso (en cualquier punto de Latinoamérica), no parece ser el Estado de derecho disuasivo eficaz para garantizar una futura gobernabilidad en clave progresista.