Por Julia Pascolini
¿En qué piensan cuando escuchan la palabra familia?, ¿alguien piensa, acaso, en la palabra sexo? ¿En qué piensan cuando escuchan la palabra madre? ¿alguien piensa en la palabra deseo?
El debate generado a partir de la llegada de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) tanto a Diputados como a Senadores abrió nuevas incógnitas y muchas tantas respuestas acerca de lo que significa que una persona tenga la posibilidad de elegir sobre su cuerpo sin intervención legal o moral de terceros/as.
La palabra sexualidad fue clave para fomentar dos de los ejes fundamentales de la campaña por la legalización del aborto. Por un lado puso en agenda nacional un tema tabú: el sexo sin fines reproductivos y la heteronorma. Por otro lado, impulsó la desmitificación de que el cuerpo gestante es una incubadora para pasar a cobrar roles de deseo y sexualidad activos, de elección y responsabilidad.
Es necesario, entonces, ampliar aún más la brecha de debate. Así como se planteó desde un principio que ninguna persona con capacidad de gestar será obligada a abortar, es un hecho que la maternidad debe ser deseada. Se ha tratado ya la imposición social de la maternidad con la que cargan especialmente las mujeres, mas es necesario analizar también cuáles son las consecuencias de los mandatos de celibato y represión del deseo que la doble moral del patriarcado y el capitalismo derraman sobre las personas que eligen desarrollar la maternidad.
Las represiones prematuras desencadenan un mundo de miedos y pudores posteriores. El patriarcado, a través especialmente de las instituciones eclesiásticas, ha plantado bandera en la intromisión de la sexualidad sin fines reproductivos. Desde San Pablo, apóstol y representante del cristianismo, se introdujo que el matrimonio tenía un fin anterior al reproductivo y consistía en la prevención del pecado de la fornicación sin fines reproductivos. El matrimonio era entonces la alternativa menos deplorable. No tiene el contrato matrimonial antecedentes fuera de lo económico o lo moral.
Especialmente sobre las mujeres, trans, travestis y lesbianas pesa el pecado de la libre sexualidad. La esposa es por ejemplo, según Virginie Despentes, presa de un contrato patriarcal que consiste en entregar el cuerpo a un varón que limita y controla su desarrollo sexual a cambio de la estabilidad social y económica. Los cuerpos con capacidad de gestar pierden el derecho a la libre sexualidad pero más lo pierde aquella persona que elija la maternidad. La elección, por ejemplo, de transitar una cesárea en lugar de un parto natural con el fin de cuidar la estabilidad muscular de la vagina sería producto solo de una mala madre. Será acusada de lo mismo la que trabaje jornadas completas y más aún si ejerce como trabajadora sexual.
La maternidad encarnada en el concepto tradicional de familia le ha robado a mujeres, trans, travestis, lesbianas, putas el derecho a desarrollar una sexualidad libre y sana a la vez que les impuso la responsabilidad total sobre la crianza. Le ha dicho a esa comunidad que una cosa y la otra son insostenibles juntas pero especialmente le ha inculcado que para hacerse de una es necesario sacrificar la otra. Cuando no sea así será acusada de ejercer mal su trabajo, de educar hijas e hijos en contextos de terror, presas/os de una promiscuidad negativa y de la pérdida de la ética y la moral.
La deconstrucción de la maternidad como dispositivo de poder patriarcal es necesaria para la liberación de las personas que poseen la capacidad de gestar. En esa deconstrucción reside la posibilidad de resignificar la maternidad para transformarla en un acto político de recuperación de la soberanía sobre los propios cuerpos. Un acto político que evidencia a la maternidad como producto de construcciones históricas, colectivas y desnaturaliza el lugar social de opresión en que han sido colocadas las personas con capacidad de gestar, mujeres, trans, travestis, lesbianas, putas como consecuencia de una modernidad -disfrazada- que les niega el derecho a poseerse, desearse y elegirse.