El volante

Por Daniel das Neves (*)

Eran días que se dejaban respirar. El personal de seguridad que controlaba el country Argentina emprendía una deshonrosa retirada tratando –inútilmente- de ocultar muertos, desaparecidos, detenidos. Después de más de siete años de un genocidio social, económico, laboral y cultural, se iban especulando con el reaseguro del pacto de sangre y silencio acordado con sus cómplices civiles.

La convicción de que la tarea de reconstrucción iba a ser dura, penosa y con seguridad larga (muy larga) no era, por entonces, una preocupación mayoritaria.

Entonces se hablaba mucho de democracia, un concepto que parecía sintetizar todo lo bueno y deseable, como aquellas figuras que se agrandan en ausencia. Más flaco, más joven, convertido casi en un símbolo de una necesidad, Raúl Alfonsín recorría ese 10 de diciembre de 1983 los caminos de la institucionalidad recuperada. Entre el Congreso y la Casa de Gobierno, mientras transpiraba los primeros calores fuertes que se anticipaban en una docena de días al verano, el flamante presidente no pudo evitar que una mano depositara en el bolsillo izquierdo de su saco la primera advertencia.

Apenas 48 horas antes un silencioso reportero gráfico, de aquellos que eran “casi” pelados, contra su voluntad y no en defensa propia como muchas cabezas al ras de estos días, se había convertido en el centro de atención, cuando los directivos del matutino La Voz no se correspondieron con las garantías necesarias en la cobertura de una nota, y ante el planteo del compañero respondieron con el despido.

La asamblea del personal rechazó la medida empresaria y exigió la reincorporación; un día después los despedidos subieron a 20 y el día de la asunción de Alfonsín la cifra llegaba a 105. La solidaridad llevó a que los afectados más la gran mayoría de los trabajadores (de prensa y gráficos) decidieran permanecer en las puertas del diario, en la calle Tabaré, de la mítica Pompeya porteña. Y lo hicieron por más de 20 días.

Los periodistas recibíamos la democracia con un conflicto, que las horas convertirían en histórico y ejemplar. Desde allí partió la idea de llegarle a Alfonsín en su  día inaugural de gobierno para decirle, por medio del primer volante, que los trabajadores de prensa estábamos luchando por la preservación de todos los puestos de trabajo en un medio de comunicación, una convicción que el tiempo y los desafíos enfrentados a los largo de 35 años (decenas, centenares) se encargarían de mostrar como indeclinable.

Rodeado de alegrías y emociones legítimas, el flamante presidente avanzaba casi sin saber que en el bolsillo derecho de su saco, tal vez nuevo, llevaba un anticipo de lo que vendría; muy cerca de ahí –a sólo 25 minutos- los trabajadores de La Voz escribían, para la reestrenada democracia de los 80, el capítulo inicial de una batalla inacabada*.

*El papel puesto en el bosillo de Alfonsín reclamaba no solo hacer justicia para con los trabajadores de un diario; el silencioso reportero gráfico agraviado por la empresa se llamaba Obdulio Vega y el conflicto tuvo un conductor clave, Juan Carlos Camaño -hoy Presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas, FELAP-.

Aquel fue un conflicto inolvidable, ejemplo de conciencia política y gremial, asumida por la mayoría de una redacción combativa -no combativista-, por un taller gráfico que hizo escuela en ese gremio y por los familiares que jugaron un rol decisivo en la logística y en la divulgación de la lucha casa por casa.

 

 (*) Periodista, secretario de Relaciones Sindicales de la UTPBA.

 

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